
a Irene Gruss
Al ritmo de una fiesta amarga
suena una y otra vez aciago el timbre
queriendo como en un misterio insistir
ya sean tus propios versos
los que vengan a buscarte
con sus sentencias, sus imprecisiones
acaso a la misma hora y luz con que
Av. Rivadavia al 5500,
similar a un atardecer de sol de invierno,
deja silenciosa y parca
la calle a la altura de Av. Rivadavia al 5500;
acaso el pavimento
poco a poco se enfríe.
Anticipado siempre, precario, suena
presagio de silencio;
sea una línea oblicua de sol
y sus partículas dispersas
atravesando la pesada puerta
de vidrio y hierro, el hall / sea la lluvia.
Buscan decir tras el saludo, esperan
junto a la boca del ascensor
de rejas, ocaso reciente el cielo
buscan tras el día la noche,
en la misma noche instaurada
a diario, junto al hueco del ascensor.
Suena; y con el cigarrillo entre los dedos,
en el departamento de techos altos
con un ademán esperás la pregunta
y callás; la poesía
en ese gesto o un gesto en sí
de conversación infinita
Al ritmo de una fiesta amarga
vendrán tus versos
tendrán tus ojos y en el perchero
habrás dejado el abrigo de tu mirada,
en las bibliotecas, los libros
la ansiada tibieza en la estufa.
El té caliente,
en situación de cauta delicadeza
aunque con la gravedad sinfónica
de la porcelana contra la porcelana chocando,
el sonido legitimando la colisión,
concibiendo compases
sobre la creación poética
que resuenan
aunque disminuyendo pronto
de la mesa hasta el techo,
ida y vuelta hasta perderse
en el raso, cielo.
Caemos en imprecisiones,
sentencias.
Conversamos desde el silencio
en este misterio.
Suena, y la voz distorsionada en el portero,
una espera; un encuentro
adentrándonos en el jardín de invierno
luego de trastabillar el balbuceo
a través del portero eléctrico:
¿Hablaste demasiado, callaste
demasiado? ¿Por qué
estás diciéndome
que escribir es lo único
que tenemos? ¿Estás
cansada, es por eso, porque
estás cansada del viaje?
¿Acaso el viaje mismo
no te consuela,
Irene?
El saludo y luego
el diálogo se inicia sin un orden adecuado.
No, no llueve no,
pero ya nadie te escucha.
Poema por Sebastián Realini
Arte por Rocío Varejao